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Lunes, 2 de Julio de 2012
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un personaje demasiado conocido por los restauradores. “Soy muy discreto, y así
puedo juzgar. Si saben quien eres, siempre te quieren invitar…”.
“Cuando yo empecé, los empresarios de la hostelería estábamos minusvalorados. Lo
importante era el textil. A ojos de los hombres de negocios de la burguesía, los
hoteleros éramos camareros”, dice González Simó. Nacido en Lleida, en 1942, él
hizo de camarero, y de lo que hacía falta, cuando a los 19 años se fue a vivir con sus
abuelos maternos, que entre otros negocios regentaban una fonda cerca de la
estación de tren de Lleida. Y mientras estudiaba bachillerato y el preuniversitario le
alquiló la fonda al abuelo y la gestionó, pero al cabo de un año explica que no se
entendieron y se marchó a Barcelona para seguir estudiando (primero Turismo,
luego Derecho, “he estudiado durante años”). En esa época, “estuve en la residencia
San Jaime, y pensé: esto también podría gestionarlo yo”. Tenía 22 años, y buscó un
hotel, y lo compró (“con el aval de mi padre y mi suegra”). Y pensó en llenarlo de
estudiantes en invierno, y de turistas en verano. El hotel era el Nacional, que se
había construido para la Exposición de 1888. González Simó cuenta que “siempre he
parecido más joven… Y me fui a una tienda de muebles: ‘Tengo un hotel y quiero un
comedor y 47 habitaciones’. Y aún no entiendo cómo convencí al vendedor, y le
pagué con letras en 24 meses”.
Unos años después le salió la oportunidad de comprar el Hostal Cisneros, de
Aragó/Aribau. “Era de antes de la guerra, el hostal más grande Barcelona”. Negoció
el traspaso (por 1,5 millones de pesetas de 1969), entonces los dueños le quisieron
vender el edificio, y se pusieron de acuerdo, por 16 millones de pesetas: “era mucho
dinero, pero ser empresario es correr esos riesgos”. Y mientras preparaban la
documentación, apareció Nuñez: “nos pagaba 2 millones de pesetas más a ellos y
dos más a mí para quedárselo. Pero a mí me hacía ilusión el negocio. Y la dueña me
dijo: ‘Mi palabra va a misa’. A veces la suerte ayuda, la mayoría se hubiera quedado
los dos millones”.
González Simó sabe lo bueno y lo malo de ser el empresario que está detrás de los
cocineros estrella: “los restaurantes gastronómicos dan prestigio pero ganan poco
dinero. Y un negocio puede perder dinero una temporada, pero no toda la vida. Los
cocineros que son propietarios de su restaurante tienen que hacer otras cosas para
ganarse la vida, buscar ingresos extra: como tener el hotel”. Su historia fue al revés:
“para competir con las cadenas hoteleras, ¿en qué me puedo diferenciar? Con
gastronomía: quiero hoteles pequeños de mucha calidad y alta gastronomía”.
González va a comer al Ábac “un par de veces al mes, no más, y cuando vengo,
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Jordi me utiliza de conejillo de indias”: hoy le ha sorprendido con unas “esferas de
curry, agua de citronella y almejas”. Durante muchos años, para él “comer en casa”
significaba ir al Gargantúa, el restaurante que abrió en los bajos del Cisneros, para
celebrar la cocina de su tierra leridana, la de los cargols a la llauna…, y del que el
alma era su mujer, Mercedes. Luego lo trasladó a Còrcega, pero Mercedes se jubiló,
y su hijo dejó la cocina, y entonces el local mutó en la actual Fonda Gaig.
Sus dos hijos se han incorporado a la gestión de los negocios, pero “yo no me pienso
jubilar, ¡ni mucho menos! Disfruto con mi trabajo”. Ahora busca complementar su
oferta hotelera con un edificio de apartamentos, y ya piensa en los detalles: “me
gustar el interiorismo, intervengo mucho en las obras”. Esquiador y jugador de
squash lesionado, tiene un entrenador personal a diario, “me cuido mucho”. Y está
convencido de que “el futuro de la gastronomía catalana será espectacular. Para
atraer turismo de alto nivel, tener restaurantes con tres estrellas Michelin es tan
importante como un museo. Barcelona debería tener tres o cuatro de 3 estrellas, y
ocho de 2”. De momento sólo tienen 2 el Lasarte y el Àbac, pero González ya sueña
con su tercera.
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