Primeras páginas - La esfera de los libros

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LOS DEMONIOS
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de cuando los vikingos atacaron
por primera vez las costas de españa
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Prólogo
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ño 844 de Nuestro Señor, año 882 de la era hispánica, año
230 de la Hégira. Ciñen la corona Ramiro I en Oviedo y Abderramán II en Córdoba. El reino de Asturias está en paz. Ramiro
ha consolidado el trono después de vencer, dos años atrás, en la
guerra que le opuso a la facción del magnate Nepociano. Ahora
éste yace cautivo y ciego, los musulmanes parecen enredados en
sus propios problemas y el rey cristiano puede entregarse a su
sueño: la incorporación de nuevos territorios a la cruz. No sólo
crece la repoblación en Castilla, sino que Ramiro, audaz, ha ordenado recuperar la ciudad muerta de León. Como máxima expresión de la pujanza de Asturias, en la falda del monte Naranco ha
empezado a elevarse un espléndido conjunto regio: palacios, pretorios, iglesias, torres… No hay más nubes en el cielo que la torva
actividad de las bandas criminales que azotan el reino. ¿Quiénes
son? ¿Por qué matan y roban de semejante manera? ¿Cómo han
podido extenderse por todas partes, hasta el punto de hacer que
la corona se tambalee? Es como si el infierno hubiera abierto una
puerta para que por ella escape, desatado, el señor del mal. Ramiro, la Vara de la Justicia, está resuelto a aplastar a las hordas de
cuatreros y ladrones. Pero entonces aparecieron los normandos.
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Isla de Noirmoutier
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las plegadas y garras escondidas. Medio centenar de dragones duerme en las playas de la isla de Her. Quizá la estridencia de las aves marinas les impide conciliar el sueño. El aire huele
a sal y a pescado. Las aguas del Atlántico, bravas mar adentro,
vienen aquí a remansarse para acariciar con sus rizos blancos las
dunas y, casi dulces, morir en las anchas marismas. Las naves normandas descansan sus vientres en la arena. Así, dormidas, nadie
adivinaría en ellas un mensaje de muerte. Pero sí: son dragones.
Aquí, a esta isla frente a la boca del Loira, cinco leguas de
tierra alargada como una serpiente, vino el santo gascón Filiberto a
fundar un monasterio en el año 674 de Nuestro Señor. Filiberto
rezó, predicó y gobernó: emplazó grandes salinas e hizo construir
diques frente al mar. Cuando se marchó, aquello era un paraíso.
Durante muchos años la isla fue un lugar excelso para vivir y
morir. Pero un día del año 830 la catástrofe se abatió sobre la pequeña comunidad de Her: llegaron los normandos. Los demonios
del mar atacaron la isla porque ofrecía una excelente base para
penetrar, Loira arriba, en el rico reino de los francos. Fallaron en
la primera ocasión. Volvieron dos veces más. La tercera, en septiembre de 835, fue la definitiva. La isla ardió por entero. El viejo
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monasterio de Her quedó completamente calcinado. Los grises
muros se volvieron negros. Tan negros que el pueblo empezó a
llamar al lugar isla de Nermouster: la isla del negro monasterio.
Noirmoutier terminarán llamándola los francos.
—Desde entonces tienen los míos una base permanente en
esta isla —suspira Ragnar Haraldson con un deje de nostalgia
mientras, remo en mano, ve acercarse la playa de Her—. Aquí ha
pasado largas temporadas nada menos que el mismísimo rey de
los daneses, el gran Horik. Un hombre grande. Aunque no siempre me llevé bien con él.
—¿Por eso te desterraron los tuyos? —escupe Piniolo con
una mueca siniestra, atareado con su remo a su vez—. ¿Porque no
te llevabas bien con el tal Horik?
—Por eso —asiente Ragnar—. Horik se da ínfulas de gran
señor. Le gusta sentirse igual a los grandes emperadores. Trató
por todos los medios de negociar con Ludovico Pío, el rey de los
francos. Para mi desdicha, eso sucedió mientras yo andaba saqueando tierras francas. Horik se enteró de que le estaba aguando
la fiesta y me condenó a muerte. Como yo era hombre libre, la
pena se me conmutó por el destierro. Eso fue lo que pasó.
—¿Siempre te las arreglas para escapar? —masculla Piniolo—. ¿Cómo en Cornellana o en Oviedo?
El vikingo ríe sin ganas. Porque Ragnar Haraldson, en efecto, siempre se las arregla para escapar. Pero también Piniolo. Esos
dos hombres que ahora reman sobre un frágil bote rumbo a la isla
de Her, el danés y el español, tienen eso en común. Eso y la derrota que pesa en sus espaldas: la derrota de Cornellana. Pero ahora
todo va a cambiar. Ahora Ragnar y Piniolo tienen un plan.
—¿Estás seguro de que tus amigos comprarán la idea? —rezonga Piniolo—. ¿Estás seguro de que no nos matarán en cuanto
asomes tu cabeza por esas barracas?
— No. No estoy seguro. Pero algo me dice que me escucharán.
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El asentamiento vikingo de la isla de Her, la isla del monasterio negro, dibuja poco a poco sus perfiles a medida que la barca
vence el estrecho brazo de mar. Los normandos han ido a colocar
sus casas y cabañas en el norte del islote, un breve cerro rocoso al
que sería exagerado llamar peñón, pero que parece lo único sólido
en este paisaje de dunas y marismas. Ragnar y Piniolo ya pueden
ver la silueta de los barcos, esos dragones dormidos, la panza sobre la arena para preservar la salud de la madera. Algún drakar
exhibe sobre su lomo telas de colores y respira delgadas columnas
de humo. En su cubierta se agitan figuras que parecen muñecos.
Son las pequeñas bandas que han acudido al calor de las grandes
empresas. Los hielos de Noruega y Dinamarca los han escupido
hacia el sur. En busca de botín, han venido aquí, a Her, a Noirmoutier, para ponerse a las órdenes de Hastein, el gran dragón, el
señor que domina este poblado normando en medio del mar.
La barca de los visitantes besa la arena con un crujido de
alivio. Ragnar y Piniolo saltan al agua y empujan su esquife playa
adentro. Final del viaje. Un mes atrás han abandonado Laredo camuflados entre los pescadores del villorrio cántabro. Un barco de
lance les ha conducido a la Aquitania. Después, varios días de camino entre landas y bosques hasta Commequiers. Tierra hostil y
mil peligros. Bien es cierto que ellos han sido el peligro mil uno
en este pago asolado por los salteadores. En Olonne han saqueado
la alquería de una rica viña. En La Rochela han matado a cuatro
mozos que salieron a su encuentro, incautos, para desvalijarlos.
En las marismas salinas de Sallertaine hallaron finalmente a un
clérigo que, bien aconsejado por un puñal en las costillas, les procuró una embarcación para saltar a la isla. Esa misma barca que
ahora descansa, aún temerosa, como un ratón entre fieros dragones, sobre las arenas ásperas de Her.
Una cuadrilla de desocupados se acerca a la inquietante pareja. Vienen hombres armados y sin armar, mujeres armadas y
sin armar, algún chiquillo que revolotea en torno a la tropa. Rag-
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nar no siente miedo: ha salido de los mismos fiordos que estos
normandos que ahora se asoman. Muchos años atrás tuvo que
huir por piernas, condenado por su propia gente, y así se convirtió
en guerrero de fortuna. Ha combatido en las guerras de los francos. Ha combatido también en el reino cristiano del norte. Ha
prestado su brazo mercenario a la causa del usurpador Nepociano
contra el rey Ramiro. Fue así como conoció a Piniolo. El uno y el
otro, Piniolo y Ragnar, lograron escapar a la derrota de Cornellana. Después, la desdicha los hizo socios.
Piniolo sí siente miedo. O, más bien, alarma. Cabellos negros, gruesa barba negra, ojos negros como el carbón, todo envuelto en un manto negro. Éste no es uno de ellos. Éste no ha
nacido en el vientre del dragón de los hielos. Éste es un cristiano,
aunque sea un mal cristiano. Piniolo, señor de Peñamellera, antiguo conde de palacio, destituido por el rey Ramiro bajo el infamante cargo de traición. Un mal paso: Piniolo apostó por el caballero Nepociano, el usurpador que trató de hacerse con el trono de
Oviedo a la muerte de Alfonso el Casto, y perdió. Habría pagado
con la vida de no ser porque Ramiro, el monarca victorioso, temió
ganarse la animadversión de los otros nobles del reino. El rey se
limitó a quitarle la mitad de sus tierras y la mayoría de sus rentas.
Vivo, sí, pero pobre. Una humillación que el hombre de negro no
podrá perdonar jamás. Pero ahora las tornas van a cambiar. En la
mirada de Piniolo bailan, con un brillo asesino, la ira, la venganza
y la codicia. Él será quien abra el reino de Asturias a la furia de los
normandos. Él será quien abra la puerta del tesoro a los demonios
del mar. Y el rey Ramiro sabrá lo que es sufrir.
Piniolo y Ragnar lo han tramado todo. Ocurrió que el vencido Nepociano, en su encierro, confió a Piniolo la existencia de
un tesoro oculto en la Torre de Hércules, en la isla del Faro, allá en
la lejana Crunia. El propio usurpador se había cuidado de sacar
aquellas riquezas del palacio real de Oviedo para esconderlas aquí,
en el extremo del reino, donde la tierra se acaba. «Oro para hacer
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ricos de por vida a trescientos hombres», le dijo. Así supo Piniolo
de Peñamellera que su suerte podía cambiar. Pero el terrateniente
no podía hacerlo solo. Le hacía falta un socio, alguien que le proporcionara hombres ávidos de botín. Por azar encontró a Ragnar
Haraldson, aquel mercenario fugitivo de largos bigotes rubios, y
le propuso participar en el juego. Ragnar no lo dudó: el normando
desterrado necesitaba algo grande, algo importante, algo que le
permitiera volver a instalarse entre los suyos. Y si era con riquezas, mejor. Desde ese día, el noble represaliado y el mercenario
normando formaron sociedad. Juntos han preparado este golpe.
Por eso ahora están en la isla de Her. ¿Trescientos hombres, decía
Nepociano? Aquí hay más.
Los normandos se acercan a Ragnar y Piniolo. Ragnar adopta gesto de autoridad, se atusa los bigotes y les habla en su lengua:
—Llevadme ante Hastein, hermanos —ordena con una
sonrisa—. Este caballero y yo deseamos saludarle en nombre de
nuestro señor.
La cuadrilla de saqueadores acoge a Ragnar Haraldson sin
prevenciones. Reconocen a uno de los suyos. Intercambian apresuradamente palabras que Piniolo no entiende, palabras que suenan como el hielo al quebrarse, palabras que encierran un mundo
extraño de grandes serpientes y árboles dorados, salones de muertos y puentes de arcoíris, monstruosos lobos y dioses tuertos.
Ragnar abre un zurrón y reparte entre sus huéspedes pequeñas
baratijas: cuchillas finamente labradas, sortijas de latón, colgantes
que alguna vez salieron de las manos de un artesano de Asturias.
Suficiente para que los anfitriones pierdan todo cuidado. Los normandos miran también, rapaces, el saco que Piniolo ha colgado de
sus hombros; un gesto hosco del asturiano les disuade de mayores
exploraciones.
Muy poca distancia separa la playa del poblado. Las viejas
cabañas de las salinas son ahora albergue de vikingos. Allí sólo
quedan algún herrero, algún porquero, esclavas atareadas en tra-
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bajos domésticos… Piniolo y Ragnar atraviesan las chozas escoltados por la banda de normandos. Éstos parlotean, excitados. Seguramente esperan alguna recompensa por conducir ante su jefe
a tan extraños visitantes. Piniolo examina, suspicaz, el aspecto de
los anfitriones. No le desagrada.
—Son daneses de Hedeby —explica Ragnar—. Han venido
aquí siguiendo a Hastein. Dicen que vamos a encontrar a muchos
cientos como ellos; tantos que no caben en el pueblo y han de
dormir en sus barcos.
—¿Te conocen? —interroga Piniolo, receloso.
—No. Pero Hastein, su jefe, sí sabe quién soy.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Aún no lo sé.
El camino asciende muy suavemente entre la llana marisma:
arena y agua y matojos. Pocos árboles. El viento en el rostro como
si aquello no fuera tierra, sino un barco en la mar. Enseguida, una
pequeña aglomeración de casuchas de adobe. Algunas, quebradas.
Otras, recompuestas. Apenas se ve a nadie en las callejas de Noirmoutier. Todos están en el viejo monasterio, convertido en casa
central del caudillo: hogar y palacio de Hastein Alsting, un trono
impío entre las ruinas del viejo templo, acondicionado ahora para
acoger al jefe, a sus leales, a sus esclavas, a su ganado… De súbito,
en una especie de plazuela, rompe a volar, asustada, una nube de
gaviotas y charranes. Ragnar y Piniolo buscan con los ojos la causa
de la desbandada. Ante ellos surge, muerta sobre una suerte de
patíbulo, la imagen de una figura deforme, como un muñeco destrozado, el torso desnudo, la espalda abierta, arrodillado sobre un
charco de sangre seca. El cuerpo está ya deshecho por los picotazos
de las ratas del aire. A Piniolo se le hielan las entrañas.
—¿Qué le ha pasado a ese pobre diablo? —pregunta, intentando disimular su espanto.
—Es un castigo —explica Ragnar, que disfruta al ver turbado a su duro socio—. Se llama «águila de sangre». Se coge al tipo,
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se le arrodilla ante el cadalso, el ejecutor se pone a sus espaldas y
con un hacha le va rompiendo las costillas a lo largo de la columna
vertebral. Después se le abren las costillas y se le sacan los pulmones para colgárselos sobre los hombros. Por eso se llama «águila»:
porque la víctima parece un águila con las alas encogidas. Y lo de
la sangre, es evidente. Los hay que aguantan vivos hasta el final.
Otros se desvanecen entre gritos antes de morir. Algo serio habrá
hecho ese hombre.
Piniolo no se estremece. Él ha visto cosas semejantes. Él ha
hecho cosas peores. Por un instante vuela sobre su memoria la
imagen de una familia —el padre, la madre, tres hijos, el abuelo—
colgados por los pies, torturados sobre hogueras, en un prado de
Alles. Bien sabe Dios que habría sido posible ahorrarse todo aquello si esa gente le hubiera cedido de buen grado sus tierras. Pero,
no: Dios no le perdonará. Ni por esto ni por tantas otras cosas. ¡Al
diablo con todo! Para pasmo de los normandos, Piniolo, siempre
saco al hombro, se acerca al cadáver, revuelve sus cabellos, palpa
las costillas arrancadas, hurga en los pulmones desgarrados por
los picos de las gaviotas…
—Nunca había visto nada igual —comenta con indiferencia—. ¿Y lo dejáis aquí hasta que se pudra?
—No —explica Ragnar—. Si nadie recoge el cadáver, hoy
mismo lo arrojarán a la playa. Ése no verá el Valhalla.
—Perra suerte —suspira Piniolo.
La comitiva franquea el último tramo de marismas, cruza
un puente y enseguida ve aparecer, negra, la silueta de la iglesia
del santo Filiberto, el monasterio calcinado. Hay alrededor del lugar una empalizada descompuesta: por eso tardaron tanto los normandos en hacerse con aquella presa. Ahora la empalizada sólo es
un recuerdo y el monasterio ya no reza. Desde la calle se escucha
el alboroto festivo del interior. Hastein ha trasladado aquí los hábitos de su propia casa y, regio, recibe a su gente en una especie de
continuo festejo. No hay guardias en la puerta. De hecho, ni si-
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quiera hay puerta; tan sólo un marco carbonizado. Ragnar, para
contrariedad de sus compañeros, se adelanta. Quiere entrar él en
primer lugar, como el hombre que vuelve al seno de su pueblo.
Piniolo le sigue. No para protegerle, sino para protegerse.
Un repentino silencio invade la estancia cuando las siluetas
de Piniolo y Ragnar se dibujan contra el arco de luz. Quietos bajo
el dintel, los dos hombres aguardan algo. Algo que no llega. Los
que llegan son los ruidosos normandos de la playa, los que les han
recibido, la cuadrilla de anfitriones, que enseguida rodea a los forasteros. Uno intenta hablar, pero no hay ocasión: el gentío que
llena el atrio de la vieja iglesia rompe de inmediato el silencio y
vuelve a sus diversiones.
Piniolo, el impío Piniolo, siente una insólita aprensión
cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad ambiente y descubre el templo convertido en sala de banquetes. La iglesia es como
cualquiera de Asturias, quizá más pobre: un diáfano espacio rectangular dividido en tres naves por las columnas que sostienen la
techumbre. El tejado, a dos aguas, traza un triángulo más agudo.
«Aquí llueve más», piensa el de Peñamellera. En otro tiempo debió de haber aquí lámparas votivas, ricos adornos colgados de las
vigas, cálices y candelabros. Ahora todo eso debe de estar en el zaguán de cualquier buhonero o en los arcones de los hombres
de Hastein. En su lugar, de las paredes del templo penden escudos de
colores, pieles de animales y gruesos hachones ardientes. La grasa
de los hachones desprende un humo negro que a duras penas
puede escapar por los agujeros que la ruina ha tajado en la techumbre. La atmósfera es asfixiante.
A la luz de las bárbaras teas examina Piniolo la liturgia de
aquella asamblea. Al fondo, donde aún se levanta la piedra del altar,
ha instalado Hastein su trono: una robusta silla de madera con dragones tallados en los altos largueros del respaldo. Un Cristo deteriorado parece mirar compasivo al normando. El de Peñamellera
apenas puede vislumbrar los rasgos del jefe vikingo: sólo un rostro
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agreste de cabellos claros sobre un cuerpo grande. Ante el trono, en
lo que fue atrio de rezos, se extienden largas mesas en torno a un
brasero. Aquí y allá hay tipos de aspecto fiero que comen con manos toscas grandes tajadas de carne y beben en grandes cuernos un
extraño líquido dorado. Otros bailan, torpes como osos, sobre las
mesas atiborradas de viandas. En un rincón, dos sujetos ponen a
prueba su fuerza bajo la mirada excitada de sus compañeros. El griterío es fenomenal. Pero, de repente, un hombre delgado irrumpe
en el atrio y todos callan. El hombre levanta los brazos en ademán
teatral. Pronuncia palabras que Piniolo no entiende.
—¿Quién es ése? —pregunta el asturiano.
—Un poeta de corte —aclara Ragnar—. Canta las glorias
del jefe. Escaldos, los llamamos nosotros.
—¿Un bufón?
—¡No! —repone el normando, ofendido—. Un hombre tocado por los dioses. Gracias a su palabra permanece nuestra memoria. Éste es de los mejores. Braggi Boddason, se llama. ¿Quién
sabe? Quizá, si todo sale bien, algún día tu nombre permanecerá
entre mi pueblo por la palabra de Braggi Boddason.
Piniolo calla y mira atentamente al tal Braggi. Espigado, de
maneras elegantes, quizá un poco femeninas. Es visiblemente menos robusto que el resto de la tropa, pero deben de tenerle en
mucha estima, pues todos han callado al verlo aparecer. Braggi
Boddason arregla unos largos cabellos rubios en trenzas que le
caen sobre el pecho y se anudan en la barba, igualmente trenzada.
Se envuelve en un manto de lana trabajado con primor, y cadenas
de oro penden de su cuello. No vive mal, el tal Braggi. Y entonces
el escaldo, moviendo teatralmente los brazos, comienza a hablar.
—¿Qué está diciendo? —pregunta Piniolo a Ragnar después de escuchar durante algunos minutos la incomprensible perorata del bardo.
—Está contando la historia de Hastein. Dice que Hastein
salió de las aguas de Dinamarca empujado por los vientos de Thor.
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Dice que los dioses le trajeron hasta estas tierras de francos y
bretones en busca de oro y de gloria. Dice que sus naves se estrellaron contra la isla de Her. Que después de largas batallas conquistó la isla y Odín mismo movió sus pies hacia la tierra firme,
hacia los dominios de los bretones. Dice también que allí combatió sin tregua contra un conde llamado Ricuin.
Piniolo se mesa las negras barbas. Jamás hubiera imaginado
que el mundo fuera tan grande, tan lleno de gentes extrañas con
nombres incomprensibles. Quiere preguntar algo, pero Ragnar
sigue hablando:
—Ahora el escaldo explica que en la tierra de los francos
reinaba Ludovico Pío, hijo de Carlomagno. Este Ludovico estaba
en buenas relaciones con el rey de los bretones, que se llamaba
Nominoe. Pero Ludovico Pío murió y sus hijos, que se llaman
Lotario, Luis y Carlos, entraron en guerra entre sí. Los bretones
de Nominoe, muerto Ludovico, se alzaron también en armas
contra los francos. El bravo conde Ricuin, aquel que midió su
espada con el gran Hastein, fue muerto en las batallas entre los
hijos de Ludovico Pío. Vino entonces otro noble de los francos,
Lamberto, a reclamar para sí el condado. Como no se le concedió,
pasó al lado de los bretones de Nominoe y llamó en su auxilio a
los normandos de Her. Hastein, brazo poderoso, ávido de hazañas, firmó alianzas con Nominoe y Lamberto, y se lanzó a la lucha. Los francos habían depositado toda su fuerza en un gran
guerrero: Reinaldo de Herbauges, nombrado conde de Nantes.
Reinaldo, al frente de una inmensa muchedumbre, atacó las filas
de bretones y normandos y se llevó la victoria. Pero Hastein,
astuto, maniobró en silencio para sorprender al enemigo en su
retirada, y en la ciudad de Blain dio caza a los francos. Allí murió
Reinaldo y…
—Ragnar… —interrumpe Piniolo.
—¿Qué? —contesta secamente el normando.
—Me he perdido.
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